En medio de un país que cambia aceleradamente por fuerzas externas e internas —migración irregular, crisis institucional, decadencia educativa, inflación y globalización— ser dominicano ya no se vive con la certeza de antes. Ya no basta con nacer aquí o cantar el himno. El dominicano común, el que se faja a diario, el que trabaja en la calle, cocina en su casa, educa a sus hijos, o sobrevive como puede, está hablando claro: “Nos están quitando lo poco que es nuestro”.
Para entender cómo se vive hoy la identidad dominicana, el equipo de Política Lokal recorrió calles, mercados, universidades, iglesias y campos. Entrevistamos a más de una decena de ciudadanos: jóvenes, adultos, profesionales, comerciantes, religiosos y campesinos. Las respuestas, lejos de ser homogéneas, reflejan una inquietud común: nos estamos olvidando de quiénes somos.
VOCES DEL CAMBIO Y LA CONFUSIÓN
«Uno trabaja, paga todo… y los beneficios van a otros»
En sectores como Herrera, Cristo Rey, Villa Consuelo, San Carlos, La Zurza, Pantoja y comunidades rurales de Baní y Santiago, una queja recorre todas las edades y oficios: el dominicano paga impuestos, cumple leyes, trabaja en la informalidad, pero ve cómo otros acceden a servicios sin control ni reciprocidad.
- Arelis, 39 años, ama de casa en Los Alcarrizos: «A mi hija le pidieron hasta el acta legalizada para inscribirla. Pero los hijos de haitianos sin papeles tienen cupo seguro. ¿Y cómo es eso?»
- Nicanor, 51 años, motoconchista: «Ellos trabajan de choferes, sin licencia, sin seguro, y nadie los para. A uno por cualquier cosa lo multan. ¿Quién protege al dominicano?»
- Julia, 45 años, empleada doméstica: «Voy al hospital con mi niño y tengo que durar horas. Pero si llega una extranjera con tres carajitos, la pasan primero. ¿Dónde está mi país?»
- Ernesto, 34 años, albañil: «Tú trabajas, pagas tu seguridad, te descuentan. ¿Y los ilegales? No pagan nada y el gobierno quiere integrarlos como si nada.»
Estas voces no hablan desde el odio, sino desde la frustración de ver que sus derechos como ciudadanos parecen tener menos peso que la narrativa de la inclusión sin reglas.
«Antes se enseñaba civismo; ahora se aprende a sobrevivir»
En barrios como Los Alcarrizos, Sabana Perdida y Villa Mella, la lucha diaria ha desplazado tradiciones y valores. Ya no se escucha el himno en las escuelas con el mismo respeto. Las fiestas patronales se reducen y la familia ha perdido su centralidad.
- Luis, 56 años, zapatero: «Antes uno sabía que la bandera no se tocaba en vano. Ahora la usan para memes. ¿Qué nos pasó?»
- Ana Rosa, 42 años, vendedora ambulante: «Aquí entran todos y no respetan nada. Uno se siente extranjero en su propio país a veces.»
- Joel, 37 años, motoconchista: «Si tú le preguntas a diez muchachos qué significa el Escudo, no te responden. Pero sí te cantan reguetón. La escuela y la casa están fallando.»
La iglesia, la palabra dada y la comunidad siguen siendo símbolos de resistencia.
Doña Carmen, 71 años, ama de casa en Haina: “Ser dominicana es ir a la iglesia, es enseñar a mis hijos y nietos que eso es parte de nuestras tradiciones, hablar bien, no mentir, no vender mi país por papeles.”
Don Rubén, 85 años, campesino retirado: “Yo vi cómo se luchó en el 65 por esta patria. ¿Y ahora qué? La patria es un relajo. La están vendiendo y nadie dice nada.”
Muchos ciudadanos coinciden en que la educación moral y cívica ha desaparecido, tanto en el hogar como en las aulas. La tecnología ha sustituido al diálogo familiar, y el entretenimiento constante ha reemplazado el sentido de pertenencia nacional.
A pesar de ello, aún sobreviven en muchos hogares dominicanos valores profundamente arraigados en las tradiciones católicas y evangélicas, los cuales siguen moldeando la ética del trabajo, el respeto por la vida y el sentido de comunidad. Sin embargo, estos principios también enfrentan un cerco cada vez más fuerte por parte de una cultura mediática que exalta la inmediatez, el narcisismo y el desarraigo identitario.
“Nos sentimos patriotas… hasta que el sistema nos traiciona”
En oficinas, hospitales y estaciones del metro, consultamos a profesionales que, aunque profundamente orgullosos de su dominicanidad, sienten que el país no les devuelve ese amor.
Karla, 35 años, enfermera: “Yo amo mi país, pero ver cómo no se aplica la ley, cómo los políticos negocian con todo, a uno se le va el amor. ¿Cómo uno enseña patria con ese ejemplo?”
Pedro, 44 años, ingeniero: “Lo dominicano está en el merengue, en la comida, en la forma de hablar. Pero eso no basta. Necesitamos educación con propósito. Sin eso, somos solo habitantes.”
Aquí se expresa una verdad dolorosa: el amor a la patria no basta si el Estado no garantiza justicia, oportunidades ni una narrativa nacional inclusiva. La identidad nacional se erosiona cuando la ciudadanía siente que su voz no importa.
«Nos sentimos extranjeros en nuestro propio país»
La presencia masiva de migración no regulada, sumada a la falta de respuesta del Estado, está generando un desplazamiento simbólico. El dominicano se siente desprotegido, invadido y relegado.
«Antes en mi barrio se oía merengue; ahora lo que se oye es rara. Hasta las iglesias están cambiando.» (Testimonio anónimo en La Puya de Arroyo Hondo)
Durante las entrevistas, surgieron ideas claras, urgentes y posibles:
Reinstaurar la enseñanza obligatoria de Moral y Cívica en todos los niveles.
Promover campañas de revalorización nacional desde los medios, las iglesias y las redes sociales.
Impulsar actividades patrióticas escolares con sentido, no como simple formalismo.
Fomentar el turismo interno para conocer nuestra geografía, historia y patrimonio cultural.
Exigir que los aspirantes a la nacionalidad dominen el idioma español y conozcan la historia dominicana.
Incluir en la televisión y el cine más contenidos dominicanos, con nuestros rostros, nuestras historias.
LA IDENTIDAD NO SE NEGOCIA
La identidad no se compra ni se negocia: se cuida.
Ser dominicano no es solo portar un pasaporte o celebrar el 27 de febrero. Es conocer nuestras raíces taínas, nuestra gesta independentista, nuestra fe, nuestras danzas, nuestros campos, nuestros cuentos y nuestros santos. Es saber que el sancocho, el guandul, el merengue típico y palabras como “concho”, “carajito” o “conuco” forman parte de un universo cultural único.
En tiempos de desarraigo, la dominicanidad necesita una defensa activa. No desde el odio al otro, sino desde el amor por lo nuestro. La identidad no se impone, se siembra. Y esa siembra —si queremos recoger frutos— debe empezar ahora.
Hoy, nuestra identidad está en juego. No solo por la presencia del extranjero, sino por un sistema que renuncia a proteger lo propio.
La patria no se vende ni se regala.
La patria se defiende.
Y defenderla comienza por recordar quiénes somos, enseñar a los nuestros, poner orden con justicia y amar lo que nos hace únicos, sin complejos.











































